martes, 10 de julio de 2007

Pollera y Pantalón - Vida cotidiana y debates sobre géneros


F / M
Cuando veo este signo escrito nunca entiendo bien a qué alude. Tardo un rato. Por eso a veces suelo meterme en el lugar equivocado. Antes de entrar en un baño público me demoro bastante estudiando la silueta de la puerta. No diferencio muy bien el monigote con pollera del de pantalón. Si el lugar es ambicioso y en cada baño hay, por ejemplo, la imagen de un actor o de una actriz, vacilo aún más. Pueden ser un par de posters que no quieran decir nada. O que detrás de esas imágenes ni siquiera haya un baño.

Tengo problemas con las señales convencionales del género. Sí, ya lo sé, el género es una construcción social, una disparada del sexo biológico aunque hoy haya teorías que lo discutan de una manera nada simplista. Debo ser una de las pocas mujeres que tuvo que imponer en su infancia que le atribuyeran el género más vulgarmente asociado a su sexo. Por alguna razón, mi madre leía en mi cuerpo que la convencional cercanía entre sexo y género sería una desilusión. En mi contorno magro, larguirucho –cualquier cirujano hubiera visto en él, al menos cuando yo tenía doce años, un campo adecuado para una operación que me convirtiera en trans–, la ausencia de grasa y la brusquedad instalaban, sin hacerme masculina, una femineidad dudosa. Pero esa mirada de mi madre se había arraigado muchos años antes. Inútilmente deseaba yo, durante los bailes de carnaval, las pompas de un vestido de dama antigua, con su correspondiente peinetón de peltre, su corselete de raso bordado, sus vivos de puntilla y, como accesorios, los zapatos de Minnie Mouse o, en su defecto, el de holandesa con su cofia de extremos plegados y sus zuecos de madera pintados a mano. Una vez me dieron un traje de vaquera con su cinto, sus cartucheras y ¡ay! el sombrero de John Wayne. Conservo una fotografía donde poso con expresión trágica, el arma de juguete apuntando a cámara, chueca en el interior de mis botas de caña alta. El caño del arma está ligeramente inclinado hacia abajo porque la enarbolo sin fe, con la muñeca quebrada, convirtiéndola en un símbolo fálico fláccido, el pene de un hombre viejo que al llegar al hotel abre su billetera y descubre que se dejó el Viagra en casa.

En otra fotografía estoy sentada al volante de un coche que es la réplica de la Ferarri de Fangio. Sonrío –ingenua de mí– porque imagino que si les presto el auto a los varones del barrio podríamos jugar a marido y mujer: algún “él” iría a su trabajo en automóvil, yo lo despediría rodeada por mis muñecas hijas agitando un pañuelo y en medio de mis muebles miniatura comprados a la compañía de plásticos Jugal. (Obviamente, ninguno de los varones que lograba hacerse del coche, lo devolvía inmediatamente luego de dar una vuelta manzana –ese era el pacto– y había que ir a rescatarlo.)

Conozco a mujeres que dicen haber tenido que luchar contra lo que sus padres pretendían imponerles en nombre de la cuadrícula de su género. Algunas, incluso, recuerdan grandes escenas de rebelión que quedaron impresas en sus memorias como condecoraciones al mérito. Una evoca la potencia que sintió al trepar hasta la copa de un árbol altísimo y del que se negó a bajar hasta el atardecer. Otra se travestía para jugar al fútbol. Y una tercera, cuya cabellera rubia y rizada se había convertido en un fetiche familiar (hasta el punto de que su madre y su hermana mayor la sometían cada noche al suplicio de peinarla y desenredarla mediante reiterados cepillazos y tironeos), se la cortó poco después de tener la primera menstruación, llena de cólera y desesperación por el acontecimiento, con una tijera de cortar pasto. Luego se afeitó la cabeza e intentó clavarse un alfiler de gancho sobre la crisma, tratando de imitar al muñeco de Geniol, con la intención de ofender a sus padres, a quienes ella consideraba los injustificados dueños de la cabellera.

Que yo sepa, todas estas chicas se identificaban a Jo, la más machona de las hermanas de Mujercitas, la desgreñada que monigoteaba con sus cintas para el pelo. Aunque unas pocas de ellas son ya abuelas, suelen decir hoy con la misma fe de antaño “yo era Jo” sin darse cuenta de que gracias a la fonética la frase suena como una simple declaración narcisista. Pero yo solía identificarme con la que se moría –cuyo nombre no recuerdo– desmoronándose primero dentro de su prisión de enaguas superpuestas y luego desfalleciendo hasta caer en cama, mortalmente lívida ya, los rizos dispersos sobre la almohada de tal modo que su cabeza, que apenas podía erguirse, se parecía –imaginaba yo– a la cola abierta de un pavo real. ¡Cómo fastidiaba a mis amigas en las representaciones teatrales que hacíamos con el libro de Alcott –el más tonto, atávico e insustituible de varias generaciones de mujeres– reduciendo mi papel a desmoronarme ruidosamente en el piso, vestida con una pollera de cretona perteneciente al guardarropas de la niñera y las ojeras pintadas con crayon violeta y prolongando mi inmovilidad hasta que un pie perverso me pisaba una mano!

En el verano de 1954, el 8 de diciembre, la mayoría de mis compañeras de grado tomaron la comunión. Mi madre dijo que no tenía tiempo para llevarme a las clases de catecismo. Por entonces coqueteaba con los socialistas. Eso le permitía envolver en razones ideológicas un ascetismo que no era más que un sentimiento de inferioridad social debido a su origen proletario. Su desprecio al lujo no me ocultaba que algo en mí le hacía pensar que no encajaba con el vestido blanco, profusamente adornado por puntillas compradas en Al encaje de Bruselas y del que yo codiciaba especialmente la bolsa de las estampitas, festoneada y bordada a mano. Entonces, poco antes del 8 de diciembre, una mujer de labios pintados y peinado a la banana comenzó a visitarme todas las tardes, a la hora en que yo solía salir al balcón. Me dijo que era catequista de la iglesia del Carmelo y que preparaba para la comunión “a domicilio” a las niñas que no podían asistir a la iglesia durante la semana. Me enseñó el catecismo a través de unos papelitos escritos de su puño y letra, redonda y pareja. Sólo se lo conté a mi madre cuando ya había aprendido a rezar, quería que fuera una sorpresa. Pero ella armó una escena terrible. Las palabras que dijo sólo tuvieron sentido para mí con los años: en nuestro barrio las prostitutas que envejecían solían “reciclarse” como catequistas. Prácticamente mi madre me trató como si yo fuera un cliente.

Vi cómo mis amigas se preparaban para la comunión sabiendo que yo no la tomaría. Recuerdo a una, con los volados sujetos aún con alfileres de cabecita, que de pronto levantó los jazmines chorreantes de un florero, subió la escalera de su casa –un chalet de dos plantas construido por la Fundación Eva Perón– y bajó con los ojos cerrados, como en éxtasis, mientras nosotras, las otras chicas del grado, coreábamos “ta, tan, ta, tan”, la marcha nupcial de Mendelsohn.

Mi amiga Alicia, al revés de mí, no quería tomar la comunión. Persuadida de su femineidad por una menstruación precoz y el sabor de los primeros besos, no necesitaba la prueba del traje largo que hacía soñar con un vestido de novia. La madre de Alicia era una mujer que se jactaba de cierto origen aristocrático y consideraba mersa toda proliferación de puntillas y de moños. Así que le hizo hacer a Alicia un vestido largo totalmente liso y donde la bolsa de las estampitas parecía un sobre de correo. Alicia me mostró con malicia cómo sus pechos –ya usaba corpiño– despuntaban bajo el canesú y cómo a través de la malla de una de sus medias de muselina, se había escapado un largo pelo negro. Parecía una novicia enana. Igual la envidié.
D O M I N A C I Ó N
Los estudios de género han desplazado, en los últimos años, el interés por la situación de las mujeres a las construcciones teóricas que hacen que un sexo domine sobre otro. Para muchos significó una despolitización o una política que pasó de la calle a los claustros. El género es, paradójicamante, un invento americano (se acuña en un lugar donde la lengua no pone género a lo que nombra).

Como me gusta imaginarme como analista de los goces, me he interesado por el feminismo de la diferencia, hijo rebelde del psicoanálisis. Por supuesto que no compré el sonsonete de la bisexualidad que viene dando dividendos desde que Sigmund Freud, durante el curso de su conferencia La femineidad, calmara los ánimos de las psicoanalistas mujeres sentadas en la primera fila, sugiriendo que toda mujer tiene una porción del otro sexo al igual que una torta marmolada de vainilla tiene una porción de chocolate, de manera que ellas puedan superar lo que su sexo les adjudicó en la lotería sexual –según Freud, una escasa capacidad de sublimación que les lleva a preferir enhebrar una aguja a fundar una república, un superyó debilucho como Charles Atlas cuando era un alfeñique y una rebelde envidia del pene aunque se trate del pene de John Wayne Bobbit– si se apoyan en su parte masculina.

Los prejuicios freudianos han sido desmontados por mujeres psicoanalistas. Para Sarah Kofman, por ejemplo, la envidia del pene sería cultural, un reconocimiento de los privilegios de tener. Emilce Dio Bleichman, por su parte, escribió en 1984 El feminismo espontáneo de la histérica en donde el caso Dora, expuesto por Freud, se convierte en el embrión de una postura revolucionaria donde la enfermedad se transforma en resistencia, el grito sintomático de un discurso, de un deseo al que se le niega existencia.
El feminismo de la diferencia es atractivo. Como si filósofas y psicoanalistas pensaran el goce masculino con la forma de un buen cuento corto americano, con un principio, un medio y un final de puchimbol. La expresión masculina de “aliviarse” evocaría el rascarse o el hacer pipí. El goce femenino consistiría, en cambio, en la florescencia de todo el cuerpo y su expansión en el espacio, una continuidad entre el cuerpo y el sexo, el sexo y el cuerpo, sin una localización fija. En la caricia no habría quién es quién, los bordes se atravesarían en una nebulosa táctil, la piel anestesiada por los besos ignoraría su dueño...bah, explicado así suena a algo tan insoportable como un texto de Lezama Lima leído todo el tiempo.
La manera de contar el cuerpo del feminismo de la diferencia a veces suena al católico proyecto de la unión entre cuerpo y alma. Cabe que dentro de una década las mujeres hastiadas de tanto beso colombino reclamemos aquella vieja genitalidad una vez que el pene haya perdido su halo trágico, su angustia de púgil de la resfregada.

G A T O P O R L I E B R E
La psiquiatría y el psicoanálisis de fines del siglo xix acuñaron la categoría de inversión sexual para las personas que se sentían atraídas por otras de su mismo sexo, pero sobre todo para las que adoptaban las características convenidas para el género contrario. La inversión sexual se señaló desde 1870 en mujeres que invadían el campo social, en especial las feministas, fuera cual fuera su objeto de deseo, siendo uno de los primeros intentos de desestimar lo político, patologizándolo.
Los “invertidos” varones fueron mucho mejor comprendidos, al menos por Freud, lo que benefició a hombres que, aun con la voz aflautada, rizos venusinos y sonrojables en el lecho bajo el peso de una mujer “masculina”, podían mantener el báculo victoriano. Es decir, Freud reconocía que había hombres que asumían de diversos modos posiciones femeninas aunque conservaran su objeto heterosexual. Sólo más tarde se acuñó el término homosexualidad, diferenciándola de la inversión y de la transexualidad. Por último la ciencia comenzó a ocuparse del partenaire, ya que entonces como hoy no podían concebirse una pareja sin diferencia y una diferencia sin jerarquías y donde no falte el elemento viril.

En el siglo xix un joven apuesto, rico y brillante llamado Sandor se casó con una joven que lo amaba tiernamente. Pero Sandor no se privó de timar a su propio suegro en un asunto de propiedades. Llevado a juicio, a un examen médico, se determinó que Sandor era en realidad Sarolta, princesa húngara criada como un muchacho por su propio padre que, de acuerdo con una prefiguración de la fábula freudiana, se lamentaba de no haber tenido un hijo varón.
Dos siglos atrás, durante otro juicio médico, se descubrió que el cirujano Heleno Céspedes era en realidad Helena Céspedes, quien argumentó el aspecto femenino de sus órganos diciendo que se había castrado sin querer mientras hacía experimentos científicos con su propio cuerpo. ¿Los senos? se le preguntó. No eran de mujer, contestó, sino abscesos producto de heridas de guerra. En las dos historias el traje era el eje del engaño y el desvestirse, el trance fatal.
A lo largo de la historia el travestismo femenino encubrió tanto a la mujer que deseaba a las mujeres como a la que quería invadir territorios prohibidos a su sexo. En el primer caso la mayor audacia fue la de sor Benedetta Carlini, una abadesa italiana del convento de las teotinas que sedujo a una compañera travistiéndose en ángel. ¿Cómo? Con la voz y la magia blanca. Hablando con la voz de Splenditelo, el ángel, la persuadía de que para aprender latín era preciso que “él” le acariciara el pecho.
Muchas se han travestido para eludir el asedio masculino. En el libro Mujeres de la orilla izquierda, la historiadora Shari Benstock informa sobre un juicio –el travestismo estaba prohibido– en que una mujer obrera que usaba indumentaria de trabajo masculina salió absuelta cuando argumentó que lo hacía para eludir el acoso de sus compañeros.

Durante los años locos, en París, las mujeres modernas de las clases acomodadas se vestían de varón en el marco de las fiestas de disfraces que incluían todas las variables imaginativas, desde la túnica griega o el corselete de gitana, pasando por los cascabeles del bufón y el mameluco de Pierrot.

El travestismo y la transexualidad mezclaban, en estos casos, razones estéticas, eróticas y feministas. Y a menudo, como en el caso de Colette, arrastraba secuelas del decadentismo del siglo xviii, donde el aspecto de “golfillo” daba a una dama un plus de voluptuosidad que la valorizaba ante el voyeur. Vestirse de varón ha señalado también licencias en días de festividades paganas donde las mujeres se probaban con el traje prohibido, la libertad. Y todas estas travestidas de París amaban el mundo griego, simplemente porque en él había vivido Safo, que más modernas que las modernas, amó sólo con su sexo, sus versos y su túnica.

Los feminismos de hoy intentan superar las dualidades femenino/masculino, hombres/mujeres haciéndolas jugar con otras categorías como la identidad sexual, racial y nacional que superen todos estos términos en complejas conexiones que devuelven al género una fuerza que permanece en el término mismo: generadora.
Las pistolas de juguete, el coche de Fangio y la prohibición de sumarme a un ritual colectivo donde, mientras se tomaba la hostia se soñaba con el anillo de casamiento, tal vez me prepararon mejor para la diversidad, lo singular y –más adelante– la libre elección de lo que a otras se les imponía como destino. Es una pena que la única oportunidad que tenga hoy de tener el cuerpo cubierto de puntillas sea en un lugar tan poco excitante como un féretro y, siendo este privilegio común a hombres y mujeres, me habré perdido para siempre la oportunidad de subrayar mi femineidad de acuerdo al atuendo que concebía en mi infancia. A menos que...¿querría alguien casarse conmigo?

Por María Moreno. Periodista y escritora.
Entre sus libros figura la novela “Affair Skeffington”

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