martes, 10 de julio de 2007

Pecado y tentación Cuando tocarse está prohibido

La vulnerabilidad de la piel generó a lo largo de la historia un nutrido caudal de consejos para evitar problemas. Así, por ejemplo, el obispo Francisco de Sales -intentando resguardar los divinos preceptos del Dogma de excesos epidérmicos- sostuvo que los cuerpos humanos se parecen a cristales: "No pueden ser transportados juntos porque tocándose uno con otro corren el peligro de romperse". Durante la Antigüedad, Aristóteles se había ocupado de recetar templanza y respeto: "El justo punto medio en lo relativo a todos los placeres del cuerpo". No obstante, aclaraba que de los cinco sentidos el único de veras preocupante es el tacto. No creyó exagerado afirmar que el hombre se rebaja al animal si se abandona sin reflexión a los goces de la piel. El cauto Sócrates hablaba del riesgo de hacerse acompañar por un joven hermoso, "araña venenosa cuyos besos reducen a esclavo a quien los recibe"; el poder de la piel es tal, creía, que puede llegar a transformarnos en seres "sin voluntad ni sentido crítico". Pestañeos sobre la mejilla, un roce de labios helados, mordiscos o bien esa dulce, inquietante sutileza de dos esquimales que se frotan de pronto la nariz; ¿cómo controlar todos esos actos, gestos, contactos que integran el infinito catálogo de experiencias táctiles? Escenario opulento, la piel se presenta como una incontestable evidencia de la fuerza y la fragilidad de millones de cuerpos lanzados al caos: chocar, afectarse...

Sagradas marcas
Ahora imaginemos un lugar rigurosamente diseñado para que la piel no experimente intensidad alguna. Estamos en el siglo XVII y el convento de San Jerónimo ocupa una manzana entera. Se trata de una imponente fortaleza amurallada en medio de la ciudad. Afuera se respira el aire; adentro, estricta clausura. Ningún hombre tiene entrada al interior _ni obispos, ni hortelanos, ni nobles, ni inquisidores_. El acceso se halla vedado incluso a los sastres de las monjas, que se ven obligados a tomarles las medidas para los hábitos mirándolas desde la portería. El sacerdote les da la comunión a través de una pequeña ventana donde únicamente aparecen sus bocas abiertas. Cuando una pregunta si es pecado subir a la azotea y asomarse a la calle _quedando así medio cuerpo dentro y la otra mitad fuera_ se le responde que no, excepto que incurra en el error de hablar con un vecino.
Apartadas del ajetreo urbano, cercadas por velos y ásperos vestidos, las esposas de Cristo eran conminadas a acallar la sensibilidad de la piel como si se tratara de un estigma. Hacia 1670 existían 87 monjas jerónimas con un ejército de más de 200 sirvientas y esclavas. No por casualidad a las lacayas, indias o mulatas se las llamaba "madres de amor". Entre otras cosas, esas mujeres _que entraban y salían del convento y para quienes el piel a piel no iba de la mano de remordimientos luctuosos_ solían ser las encargadas de bañar a las hermanas. Suavemente las introducían en la tibieza del agua perfumada con hierbas y enjabonaban sus cuerpos no sin detenerse a acariciar con pérfida ternura zonas muy susceptibles. Durante esos baños las monjas dejaban de ser monjas y se metamorfoseaban en damas de hermosos senos, expectantes muslos y guaridas llenas de sorpresas. Cuentan fuentes de la época que en una oportunidad la madre superiora, para cerrar con un broche de oro el rito, osó solicitarle a una criada que la golpease hasta ver un fluido opalino escurrirse en su entrepierna.
De todas maneras el caso de mayor repercusión no fue ese sino el de la hermana Tomasina, quien desde chica había sufrido todo tipo de padecimientos debido a su increíble belleza. Su madre sintió envidia al descubrir tempranamente las seductoras dotes de su hija y optó por encerrarla en un oscuro monasterio. Ella logró salir y se casó con un señor cuya riqueza merecía equipararse en magnitud a sus celos: al morir don Francisco Pimentel le dejó a la viuda una gran herencia, pero estipuló que sólo podría cobrarla a condición de hacerse monja. Cuando la acaudalada Tomasina llegó al convento supo que, desde hacía algún tiempo, las esposas de Cristo decían consternadas que el fantasma de un clérigo visitaba el lugar: parece que se presentaba ante las más lindas y les pedía que orasen para que él pudiese escapar del purgatorio. Una noche Tomasina dormía en su celda y, de pronto, el espectral caballero se materializó ante sus ojos. Le susurró al oído el pedido y, dado que ella se negó, impulsado por la desesperación la tomó bruscamente del brazo. Tomasina lanzó un agudo grito de dolor y de éxtasis, una oscura e inmediata respuesta de exasperada violencia, el sonido de una ensordecedora desfloración erótica o de la caída en un profundo abismo místico.
Tratemos por un momento de representarnos lo que las demás monjas, quienes concurrieron presurosas y desde luego aterradas, tuvieron ocasión de descubrir al ver la hasta entonces inmaculada piel del brazo de su compañera: la huella de los dedos del clérigo había quedado marcada a fuego en su epidermis. Y por esa inapelable prueba de un goce absoluto y abyecto Tomasina consideró que debía pagar con sufrimiento: sus autocastigos fueron desde acostarse vestida sobre tablas hasta cubrir su cuerpo con silicios o ponerse dentro de los zapatos piedras y clavos.
Como desconocían la sensación de una piel masculina fundida en la propia, sus compañeras nunca alcanzaron a explicarse por qué a Tomasina el brazo le quedó desde aquel día paralizado. Aunque coincidamos en que no fue un milagro sino el resultado de una vívida fantasía onírica, podemos comprender que, impactada, no haya querido contar el secreto en ningún confesionario. Hay un punto en el orgasmo que pertenece seguro al dolor y a la muerte que engendra la vida. Quien tiene prohibido el contacto ingresa al placer por caminos desviados. Y eso porque el deseo de la piel, impetuoso, astuto, sabio, aprende si lo necesita a escribir sus derechos con líneas torcidas.

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