viernes, 1 de junio de 2007

El alma, la mujer y el cuerpo. La metamorfosis de la histeria a fines del siglo XIX



Es necesario tratar la histeria —y el discurso médico sobre la histeria— como
reveladores. Hasta Charcot, algo se simboliza en y con respecto a la histeria : el destino
femenino. La enfermedad funciona como un escenario donde se revelan y exhiben la
verdad del cuerpo femenino y la condición que de él resulta. Puesto que la mujer es
íntegramente mujer por su cuerpo o, al menos, por una parte de ese cuerpo: su parte
reproductiva, la hystera de los griegos y los órganos asociados, cuya influencia
preponderante, justamente, vienen a recordar y señalar las manifestaciones histéricas.
Esto vale para la transformación completa de la representación de la histeria que
se impone a fines del siglo XIX y que constituye la clave de la noción contemporánea de
Residencia de Traducción: Traductorado de Francés.
Instituto de Enseñanza Superior en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”
Solicitante: Prof. Marcela Borinsky
Cátedra: Cátedra de Historia del Psicoanálisis, Facultad de Psicología, UBA
Residente: Julia Bucci.
Tutora de la residencia: Prof. Patricia Willson
Texto: Gladys Swain, « L’âme, la femme, le sexe et le corps », en Dialogue avec
l’insensé, París, Gallimard, 1994.
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neurosis: dicha transformación es símbolo, también, del cambio en la relación con el
cuerpo sobre la que se basa nuestra noción de sujeto. Así como en la vieja histeria se
presentaba, bajo la forma de una exclusividad femenina, una economía general del
cuerpo, una manera de tener y de habitar un cuerpo, con Freud, la histérica se vuelve la
promotora del inconsciente, aquella que devela la nueva partición del sujeto, aquella en
quien nace la nueva imagen de la división de uno mismo.
De este modo, la metamorfosis de la histeria que se opera entre 1880 y 1900
provee, cuando se la analiza en profundidad, una doble lección. Revela la importancia de
una herencia; abre paso a la significación de una ruptura. La histeria es, por un lado,
aquello a través de lo cual nos introducimos , de manera privilegiada, en el antiguo
sistema de las representaciones del cuerpo. Por otro lado, es aquello a través de lo cual
aprehendemos la parte corporal, si puede decirse, de lo que se presenta como
descubrimiento del inconsciente.
Insistencia de la histeria ginecológica
Dos cosas sorprenden cuando se considera la historia de la histeria a lo largo del
tiempo: por un lado, la extraordinaria permanencia de una fantasía anatómica irreductible
y, por otro, el carácter de sistema de las representaciones que encontramos detrás de la
aparente variedad de las teorías de un autor a otro, y más allá de la notable evolución de
los soportes doctrinales.
Por supuesto, todos saben que a partir de Willis y Sydenham se ha cuestionado el
origen uterino de la histeria. Movimiento amplificado aún más por los avances de la
teoría de los vapores y de las “enfermedades de tipo nervioso”, en el transcurso del siglo
XVIII. Movimiento retomado, finalmente, en el siglo XIX, por un Georget o un Briquet,
quienes rechazarán y descalificarán, por pertenecer a un imaginario prepositivista, la tesis
que pretende asociar los trastornos histéricos al estado de los “órganos de la generación
de la mujer”, para retomar el lenguaje de la época. De modo que la historia de la histeria
sería el largo enfrentamiento entre una teoría uterina, completamente influida por el
imaginario tradicional, y una teoría nerviosa o cerebral, inspirada por un espíritu crítico
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más científico. Es la historia que reconstruye Ilza Veith, por ejemplo, en su clásica
Histoire de l’hystérie1. Historia verdadera, por cierto. Excepto que hay que apreciar con
mayor exactitud la naturaleza de los parámetros presentes.
Por empezar, existe algo ilusorio en las genealogías “psiquiátricas” basadas en los
tratados especializados, realizados en su mayoría, efectivamente, por especialistas de las
enfermedades mentales o nerviosas. Estos no incluyen, de hecho, la mayor parte de la
literatura sobre el tema, que no se recoge en esta serie particular, sino que se encuentra
diseminada en las innumerables obras generales sobre las enfermedades de las mujeres,
tratados sobre las enfermedades del útero y otros tratados sobre la menstruación, cuya
cantidad supera ampliamente a la de los libros dedicados específicamente a la histeria. Es
allí, en ese sobreabundante discurso médico sobre la mujer en cuanto tiene de
biológicamente femenino, donde reside lo esencial, cuantitativamente, de la literatura
sobre la histeria; allí, entonces, donde aparece como corolario del examen patológico de
los órganos genitales. Y no sólo cuantitativamente, por cierto, sino también
prácticamente. Puesto que eran esos médicos, esos especialistas en enfermedades de las
mujeres, quienes recibían concretamente a la mayor parte de las pacientes llamadas
histéricas. Es en los hospitales generales, en el consultorio de Piorry en el Hospital de la
Pitié, en el consultorio de Briquet en el Hospital de la Charité, donde se “agolpan” las
histéricas en París durante el siglo XIX. Y hasta muy entrado el siglo, la mayoría de ellas
seguirá dirigiéndose a ginecólogos y obstetras. Esto sólo basta para señalar,
independientemente incluso del estudio de la literatura vinculada a esta práctica, la
preponderancia social de las imágenes tradicionales que relacionan la histeria con las
funciones reproductivas y que asocian la histeria a los órganos genitales femeninos.
Espontáneamente, la queja histérica se orienta hacia aquellos médicos de la mujer
quienes, tanto modernos como tradicionales, ya no dudan sobre si la histeria es un
trastorno de su competencia, un trastorno funcional, quizás, pero que indiscutiblemente
atañe a los órganos y las funciones en los que ellos se especializan. Por medio de ese
sector considerable de la actividad médica, ha más que sobrevivido, gozado de una
hermosa vida a lo largo de todo el siglo XIX, si no la teoría uterina en su pureza nativa, al
menos la asociación fundamental histeria / órganos sexuales de la mujer. Encontramos
1 Trad. francés, París, Seghers, 1973.
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también, en 1872, al año siguiente a la inauguración de las lecciones de Charcot sobre el
tema, un Parallèle de l’hystérie et des maladies du col de l’utérus1. Y cuántas otras
atestaciones del mismo orden que van mucho más lejos aún2. Desde este punto de vista,
la literatura sobre la menstruación constituye un capítulo muy rico en sí mismo: sin duda,
por razones bastante fáciles de comprender, es allí donde la perpetuación del gran mito
del sexo enfermo se marca de manera más insistente. Por lo demás, habría que seguir de
cerca cronológicamente el conjunto de esa producción especializada para ver hasta qué
fecha exactamente ha seguido dando un lugar a la histeria. Sin ninguna duda, tal análisis
provocaría algunas sorpresas.
Un ejemplo interesante, puesto que ilustra cómo el trabajo científico más
positivista puede coexistir perfectamente con las ideas más tradicionales, es el de Négrier,
médico de Angers y uno de los especialistas que más contribuyeron a establecer el
conocimiento exacto del ciclo de ovulación. En 1858, Négrier reunió sus observaciones
bajo un título que habla por sí solo: Recopilación de datos que sirvan a la historia de los
ovarios y de las afecciones histéricas de la mujer. Como si la ciencia recientemente
alcanzada en materia de fisiología de la reproducción debiera continuarse con total
naturalidad en la revisión de los prejuicios sobre las “afecciones” que se relacionan, por
excelencia, con ella. Négrier no olvida criticar la teoría uterina: “Estoy convencido, dice,
de que el útero ha sido calumniado y de que, tanto en la Antigüedad como hoy en día, se
le han atribuido desórdenes funcionales y simpáticos que le son totalmente ajenos 3.” Pero
es para reemplazarla por los ovarios, cuyo rol ha dilucidado científicamente. De este
modo, propone, para dar fin al error anclado en la palabra misma y contenido en su
etimología, reemplazar la denominación de histeria por ovarismo .
Si podemos recalcar esta permanencia del vínculo entre la histeria y la fisiología
sexual femenina y su sustento práctico en la disciplina médica, es en razón de lo que esta
instruye acerca los cimientos y la verdadera naturaleza, a escala histórica, de l
descubrimiento freudiano. De ninguna manera encontramos en Freud un
“descubrimiento” de la sexualidad en el sentido de que nadie antes que él haya
1 Por cierto doctor DECHAUX, París, Baillière, 1873.
2 La tesis de MEURISSE, Síndrome utérin et manifestations hystériques, 1895, proporciona un abundante
testimonio bibliográfico sobre el tema.
3 Recueil de faits pour servir à l’histoire des ovaires..., Angers, Cosnier y Lachèse, p.151.
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establecido la relación entre “neurosis” y sexualidad. Desde los griegos, y acerca de la
histeria, en todo caso, prácticamente no se ha hablado más que de eso . Desde este punto
de vista, Freud aparece como el heredero inconsciente y el prolongador a su pesar del
arraigamiento secular de la histeria en la sexualidad femenina. Esas alusiones captadas al
vuelo en sus maestros, esas palabras oficiosas de un Charcot o de un Chrobak que
evocan, ya sea de modo encubierto, ya sea a modo de broma, el rol del factor sexual en
tal o cual de sus pacientes, no son del orden del presentimiento, que una mojigatería
“burguesa” les habría impedido desarrollar, sino del orden del vestigio, que su posición
hacía difícil de admitir. Allí afloran los últimos restos de un inmenso e insistente discurso
social, definitivamente descalificado por los especialistas del sistema nervioso en los años
1880 y por los últimos avances de la disciplina, pero de ningún modo olvidado por la
generación de los mayores de Freud (cualquier lectura mínimamente atenta de Charcot lo
demuestra). Al estar, en cambio, completamente borrado o perdido, en su significado
vivo, para la generación más joven, sin duda era necesario que existieran esa obliteración
y esa discontinuidad para que pudiera ser recibido el cambio de sexualidad que
acompañó su redescubrimiento. Puesto que si es indispensable reubicar la operación
freudiana en la continuidad del tiempo, no es para negar su poder de ruptura, sino para
apreciar el tenor exacto de este. Una vez reinsertada en la línea de esa vivaz tradición del
sexo, la transformación de la noción de sexualidad llevada a cabo por Freud adquiere
toda su importancia. Cuando comprendemos cómo se reconcilia imperceptiblemente, de
alguna manera, con algo que estaba ahí antes que él, hasta él, podemos medir hasta qué
punto lo cambia radicalmente. Y esto aprendiendo la lección de las metamorfosis de la
histeria misma. Ya que dicha transformación se dio en los actos antes de tener lugar en el
pensamiento, con el cuerpo de la histérica como médium y escenario. Antes de cambiar
en la teoría, la sexualidad cambió de rostro en los hechos y, por decirlo de algún modo,
cambió de cuerpo, precisamente, a través de las manifestaciones histéricas. ¿De qué
manera la transmutación de la histeria ginecológica en histeria neurológica —
transmutación de un mito de la encarnación en otro, y de un mito sólido,
extraordinariamente perdurable, en un mito inestable, puramente transitorio— generó
las condiciones de posibilidad de la histeria psicoanalítica? Eso es, en resumen, lo que
debemos reconstruir.
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La histeria y el sistema de las neurosis
Luego de la permanencia, pasemos a abordar, entonces, la coherencia de las
representaciones conferidas a la histeria: la histérica como verdad en acción del cuerpo
femenino y, más aún, como reveladora de la manera en que el ser humano en general
habita su cuerpo. Estamos aquí en presencia de un verdadero sistema de pensamiento
mitológico-psicológico durable, sólido, extremadamente lógico a su manera. Un sistema
que no ha dejado de recibir todo tipo de aportes en las distintas épocas. Un sistema que ha
conocido innumerables variantes, pero que ha recorrido los siglos con una destacable
estabilidad de fondo. Un sistema de pensamiento que no está contenido en los libros. El
etnólogo encuentra su huella, aún hoy en día, en la Franc ia rural. Estoy pensando, por
supuesto, en la restitución ejemplar de las mujeres y del ciclo habitual de su existencia ,
que debemos a Yvonne Verdier1; y estoy pensando, particularmente, en la “fisiología”
que, según ella, constituye su fundamento. Lo que reconstruye, de hecho, en cuanto a las
creencias atribuidas a los poderes del cuerpo femenino, a los poderes de vida que
constituyen su irreductible originalidad, se encuentra lo más cerca posible de la literatura
médica que nos interesa. Lo ideal sería seguir las variaciones de la historia
desprendiendo, simultáneamente, las articulaciones estables del sistema. Debido a
razones de economía evidentes y a pesar del riesgo de abstracción que esto conlleva,
tendremos que ocuparnos exclusivamente del núcleo lógico de ese conjunto de
representaciones de gran extensión histórica y, por ende, de gran diversidad de
configuraciones. Lo que reconstruiremos como orden del cuerpo simbolizado por el
desorden femenino aparecerá, por lo tanto, con una pureza ideal-típica cuya expresión
abierta y completa, hay que precisar, no podríamos encontrar en ningún lado. Pero es sólo
en ese último nivel donde podemos medir la importancia del acontecimiento que
constituye el núcleo de las metamorfosis de fin de siglo de la histeria: el nacimiento de
una nueva mujer, signo de otra habitación del cuerpo.
En su origen se encuentra una experiencia de desdoblamiento absolutamente
irreductible, inherente a la condición humana. Somos al mismo tiempo algo visible y algo
1 Façons de dire, façons de faire, París, Gallimard, 1979.
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invisible. Tenemos un cuerpo que pertenece al orden de las cosas. Y nos aprehendemos
internamente como otra cosa: de cualquier modo que se lo piense, en el registro de lo
invisible.
Un segundo elemento, elemento que asegura la realización histórica de esa
invariante de base: la manera en que es comprendida culturalmente la partición entre lo
visible y lo invisible, entre naturaleza y sobrenaturale za. En mundos consagrados a los
dioses, como lo fueron todos hasta el nuestro, la división reconocida en el ser se proyecta
necesariamente en la dualidad percibida por la persona y la modela. La partición de los
dos órdenes de realidad sucede en el hombre. Si por el cuerpo, por lo visible,
pertenecemos a la naturaleza, por dentro, de algún modo, nos comunicamos con lo
invisible, pertenecemos , de alguna manera, a la esfera de las criaturas sobrenaturales. De
allí deriva una experiencia fundamental de la exterioridad del cuerpo: el cuerpo percibido
por quien lo habita como algo externo a sí. Ese sentimiento constituye la base de un gran
fenómeno que se nos ha vuelto literalmente impenetrable, incomprensible: la aptitud
convulsiva, fenómeno universalmente comprobado y que nuestra sociedad es quizás la
primera en no comprender. ¿Qué es, en efecto, la experiencia convulsiva? Es la
manifestación de un desposeimiento corporal, la expresión misma de la alteridad del
cuerpo o de la trascendencia de uno mismo. Nuestro cuerpo nos rehúye, escapa a nuestro
control. Muestra vis iblemente que tiene vida propia, que está siempre pronto a dejar de
obedecer a quien lo posee. Entonces, sucede una de dos cosas: o bien es en cuanto
fragmento de naturaleza que nuestro cuerpo nos rehúye, o bien es porque otro invisible se
apodera de él. Dicho de otro modo, o bien las convulsiones son naturales, en el sentido
fuerte del término —nuestro cuerpo atravesado por las leyes de la naturaleza en contra de
nosotros mismos—, o bien son sobrenaturales y dan cuenta, en ese caso, de la autoridad
de las fuerzas invisibles por sobre la voluntad de los hombres. Los dioses (o los
demonios) probarían su presencia en el cuerpo de los hombres al arrebatárselo.
Dicho rápidamente, saltando todas las mediaciones que serían necesarias:
encontramos la epilepsia, el “mal sagrado”, por un lado, y la histeria, por el otro. Dos
tipos de convulsión siempre asociados íntimamente y, sin embargo, muy distintos. Esto
para fijar un parámetro de partida algo mítico en el cuadro de las afinidades y de las
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oposiciones entre variedades mórbidas que pueden erigirse una vez identificado su foco
convulsivo común; el cuadro de lo que serán las “grandes neurosis” del siglo XIX.
La histérica, en efecto, será la convulsiva natural por excelencia. Puesto que, si
bien no existe humano alguno que no pertenezca por su cuerpo a la naturaleza —es decir,
que virtualmente no se despertenezca—, la mujer pertenece a ésta más marcadamente,
más decisivamente que la otra mitad de los seres. ¿No se encuentra acaso recorrida por
ciclos cuya regularidad la proyecta directamente en el curso de los astros? El cuerpo
femenino, dice con gracia Yvonne Verdier, “marca el ritmo del calendario”. La mujer
está regulada, normada por otra ley que la de la individualidad. Porque da vida. Es la
sede de un proceso que, si bien necesita de ella, la supera ampliamente en su imperiosa
necesidad. En la mujer, en otras palabras, la exterioridad del cuerpo es manifiesta,
patente, incontestable. Latentes para el conjunto de la especia humana, la despertenencia
del cuerpo respecto del sujeto, la desapropiación corporal se vuelven en ella físicamente
flagrantes. Como dirá Michelet, una vez más y más de veinte siglos después que Platón,
la mujer es “naturaleza tanto como persona”. La fórmula resume todo. La mujer es ese
ser virtualmente desdoblado entre la propiedad subjetiva, personal, de ella misma y la
naturaleza que se apodera de ella y obra en ella. Es por eso una histérica, una enferma,
una “inválida”, como dirá el propio Michelet, “inválida” puesto que es... “hija del mundo
sideral”1.
Ahí está la clave de la histeria a la antigua. El ataque histérico nunca será
solamente la irrupción abierta de esa virtualidad desposesiva que define a la condición
femenina. Será la exhibición del desgarramiento vital del cual el cuerpo es capaz; ese
cuerpo marcado, cuya fuerza generadora viene a recordar la menstruación por medio de
la sangre y con una regularidad implacable.
No hay que buscar en otro lado el significado de las teorías que individualizan la
matriz como un ser aparte, a las que Platón dio el relieve que conocemos. Lo que hay que
expresar, por medio de la fantasía, aquello a lo que hay que dar cuerpo es, ni más ni
menos, que a esa autonomía de l orden natural en el seno del cuerpo de la mujer. Como si,
además de su propio cuerpo, la mujer poseyera o contuviera un segundo cuerpo,
1 Histoire de la Révolution française, Gallimard, Bibl. de la Pléiade, t. II, 1939, p. 901 n. Véase, sobre el
tema en general, Thérèse MOREAU, Le sang de l’histoire, Michelet, l’histoire et l’idée de la femme au
XIXe siècle, París, Flammarion, 1982.
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independiente de ella y capaz, por consiguiente, cuando no está tranquilo, de rasgarla con
una verdadera división vital. La persona versus la fuerza autónoma de la vida que vive en
ella.
No podemos no citar una vez más el famoso fragmento del Timeo donde Platón
dio su expresión dedicada a esa representación de los trastornos que la función vital,
instalada en la matriz, es capaz de causar en la mujer. Este fragmento es más conocido
que bien comprendido: “Los así llamados úteros y matrices en las mujeres —un animal
deseoso de procreación en ellas, que se irrita y enfurece cuando no es fertilizado a tiempo
durante un largo período y, errante por todo el cuerpo, obstruye los conduc tos de aire sin
dejar respirar— les ocasiona, por la misma razón, las peores carencias y les provoca
variadas enfermedades, hasta que el deseo de uno y el amor de otro, como si recogieran
un fruto de los árboles, los reúnen y, después de plantar en el útero como en tierra fértil
animales invisibles por su pequeñez e informes y de separar a los amantes nuevamente,
crían a aquéllos en el interior, y, tras hacerlos salir más tarde a la luz, cumplen la
generación de los seres vivientes1.”
Un punto importante, dicho sea de paso, es la diversidad multiforme de los
síntomas de la histeria. La histeria no es una enfermedad. Es la enfermedad en estado
puro, aquella que no es nada en sí misma, pero que puede adquirir la forma de todas las
otras enfermedades. Es estado más que accidente: lo que constituye a la mujer enferma
por esencia.
Una vez que se ha comprendido bien el desdoblamiento entre persona y
naturaleza, entre el individuo-mujer y la vida que la habita, se obtiene el foco organizador
a partir del cual se distribuyen los diferentes estratos del fenómeno histérico. En Platón,
en los autores de la Antigüedad que reconocen al igual que él un animal dentro del animal
(Aretea, por ejemplo) , la división se expone bajo la forma extrema de una independencia
orgánica de la matriz respecto del resto del cuerpo2. Esta tesis no es en ninguna manera
exclusiva del mundo grecorromano; encuentra su correspondencia en Egipto antiguo3, y
1 Timeo, Platón, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1999.
2 Acerca de la histeria en el mundo griego, ver las obras recientes de Bennett SIMON, Mind and Madness
in Ancient Greece, Ithaca, Cornell U.P., 1978, y de Mary R. LEFKKOWITZ, Heroines and Hysterics,
Londres, Duckworth, 1981.
3 Además de la obra ya citada de I. Veith, ver por ejemplo Gabriel PEILLON, Étude historique sur les
organes génitaux de la femme, París, Berthier, 1981.
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la etnología actual aporta perturbadores equivalentes1. Es evidente que esa anatomía
fantasmagórica será descartada con los avances de un conocimiento más positivista del
cuerpo a partir del siglo XVI. Sin embargo, la necesidad imaginaria que alimenta y dirige
a las representaciones no desaparecerá. Leitmotiv de la medicina de los siglos clásicos,
no dejaremos de oponer a la debilidad constitucional de la mujer, el poder extraordinario
que manifiesta su cuerpo en convulsión, justamente cuando la función genesíaca se
desregla; debilidad destacable de la persona, fuerza casi incontrolable del proceso natural
que se desata en ella 2. Y esto es, por ejemplo, lo que escribe en 1848 un honesto médico
parisino: “Una mujer cuyo útero goza de una gran vitalidad se vuelve fácilmente histérica
y, si esa vitalidad es llevada al extremo, se vuelve ninfómana.” En otra parte: “No
conozco una sola histérica en la que el órgano uterino, con frecuencia incluso a pesar de
ella, no haya manifestado más vida que en el común de las mujeres3.” Cuán significativa,
en esas dos frases, la palabra clave, lancinante, que constituye su centro: la vitalidad, el
más vida. Hay que destacar, también, como segundo punto, con la introducción de la
ninfomanía, el afloramiento de una representación del deseo claramente formulado en
Platón: un deseo que no es de la persona, sino de la naturaleza, del útero animado por sus
propias necesidades. De esta manera, la histeria se pone en relación con la ninfomanía y
con aquello que se llamó, hasta principios del siglo XIX, el furor uterino4. El
desposeimiento histérico puede proceder de un desbordamiento del deseo; deseo, una vez
más, impersonal, orgánico, por decirlo de alguna manera, anónimo. Cuando la causa es
intensa y la crisis se vuelve paroxística, terminará por culminar en una explosión
ninfomaníaca. Como lo dice el mismo Mathieu, a quien cité más arriba: “Es por medio de
los discursos eróticos, la mirada ardiente, la expresión del deseo totalmente plasmada en
el rostro, por medio de actos y gestos indecentes, finalmente, por medio de una verdadera
exaltación amor osa, que se manifiesta la ninfomanía en un ataque de histeria. Con mucha
1 Pienso en el sorprendente estudio de François LUPU sobre los tindama de Nueva Guinea, “Les passages à
la mort”, in Naître, vivre et mourir, actualité de Van Gennep, Neuchâtel, Museo de Etnografía, 1981. “Para
los tindama, las mujeres poseen dos sistemas sanguíneos, el primero, idéntico al de los hombres, irriga al
cuerpo, y el segundo, situado en el bajo vientre, genera la menstruación y mantiene la vida” (pp. 153-154).
2 Jean-Pierre PETER provee ejemplos notables para el siglo XVIII, “Entre femmes et médecins”,
Ethnologie française, t. VI, nº3-4, 1976.
3 E. MATHIEU, Études cliniques sur les maladies des femmes, París, Baillière, 1848, p. 469.
4 Con respecto a esto, señalemos la reciente reedición con el cuidado de Jean-Marie Goulem ot de La
Nymphomanie ou traité de la fureur utérine, de BIENVILLE (1771), París, Le Sycomore, 1980.
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frecuencia, sucede hacia el final1.” De este modo, en la misma línea de ideas, se asocia
generalmente la crisis histérica al éxtasis amoroso, donde las convulsiones reproducen, en
efecto, los movimientos del “espasmo venéreo” y el deseo va de sí mismo a su
satisfacción, abatiendo la conciencia y la voluntad2.
Resulta bastante claro que esa visión de una fuerza propia de la vida siempre
capaz de imponerse irresistiblemente no ha perdido todo su peso, aún hoy en día, sobre
las imágenes sociales comúnmente difundidas del deseo femenino, e incluso, quizás,
sobre la representación erudita. El hombre se manifiesta enteramente en su deseo. Ser
predador que selecciona, captura y acarrea. La mujer, en cambio, recibe (el deseo del
otro, al igual que el suyo propio, o más bien aquel que se manifiesta en ella). Indiferente
y fría en cuanto persona y, más aún, en cuanto personaje social, en cuanto madre es puta
por naturaleza, está imprevisiblemente condenada a entregarse al primero que se le cruce,
atormentada , de pronto, por un deseo insaciable que no vendrá de ella, sino del sexo
mismo y que no será nada avaro en cuanto a los medios de su satisfacción. Peligro de
indiferenciación voraz que una larga tradición de barbarie se esforzó en conjurar por
medio de la mutilación de los órganos que vehiculan lo incontrolable; y, llegada la edad
permisiva, recurso que se despliega, monótono, en nuestras pantallas pornográficas. Pero
el famoso “continente negro” de la sexualidad femenina, el “misterio” que constituiría el
deseo de la mujer para la más avanzada ciencia del deseo, ¿no tendrá algo que ver con ese
viejo fondo mítico? ¿Por qué un “misterio” del deseo femenino, sino en razón de la
impersonalidad de esencia que lo sustraería , en última instancia, de la escucha en primera
persona? Como si, subjetivamente indescifrable, siguiera reenviándonos, más allá de
quien lo personifica, al enigma de los orígenes de la vida.
Existe una función que, por excelencia, da prueba, aún dentro del misterio de su
mecanismo, del imperio de los poderes de vida sobre la existencia femenina: la
menstruación. Es por eso que sus intervalos o alteraciones son constantemente invocados
como causas de la histeria. Pero además de ese punto de aplicación electivo, ¿qué no se le
ha atribuido? Qué fuerza mágica, verdaderamente, la de la sangre menstrual, hasta en una
1 MATHIEU, op. cit., p. 514.
2 Dejo completamente de lado la cuestión de las terapéuticas que derivan de esas concepciones y su
discusión en los distintos autores. ¿Es recomendable el coito? ¿Qué puede pensarse acerca de la “titilación
del clítoris” o de la “confricación de la vulva”?, etc.
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sociedad donde ya no es cuestión de magia y hasta en la pluma de científicos, por cierto,
claramente positivistas. Incluso después de que su razón de ser fuese clarificada, incluso
después de que la mujer fuese expiada por el análisis químico de la antigua sospecha de
impureza, buena noticia que Michelet se dedicará líricamente a propagar, se otorgarán,
durante mucho tiempo más, sorprendentes poderes de subversión interna a la hemorragia
mensual y a su pulsación cósmica. “La gran y perturbadora función”, como dice en 1886
Guibout1, un importante médico del hospital Saint-Louis, seguirá alimentando por un
buen tiempo las imágenes de la mujer enferma. La menstruación seguirá siendo ese
momento emblemático en que, visiblemente, la mujer es presa de un proceso del cual el
curso cíclico revela la independencia y naturaleza de algún modo objetiva. El momento,
por ende, en que la mujer, subjetivamente, deja de pertenecerse. Acerca de esto, vale la
pena citar más largamente el Tratado de Guibout: “Es en ese momento, sobre todo, dice,
cuando vemos mujeres que ya no son amas de sí mismas, mujeres en las que las cosas
más indiferentes producen las impresiones más fuertes y más desordenadas; es entonces
cuando asistimos a escenas de violencia y virulencia inmotivadas y cuando la
imaginación se pierde en las concepciones menos razonables y más exageradas. Es en ese
entonces que notamos una alteración del carácter, una irritabilidad excesiva, impaciencias
que no tardan en ser lamentadas y desmentidas, pero que sin embargo han tenido lugar.
La sensata ponderación entre las impresiones y los actos ha dejado de existir: la mujer ya
no está equilibrada.”2
Sobre ese fondo común de “nerviosismo mental”, no resulta sorprendente que,
llegado el caso, puedan surgir desviaciones más graves, como la locura o el crimen. De
allí surge un importante debate médico-legal, sobre todo en la segunda mitad del siglo
XIX, acerca de la responsabilidad de las mujeres sobre los actos cometidos durante el
período de la menstruación. ¿No queda claro que en ese momento son presas de fuerzas
irresistibles? En todo caso, eso es lo que arguyen, a menudo con éxito, sus abogados.
Ahora, supongamos que hay una perturbación en una función tan central, una
interrupción de la menstruación, por ejemplo, e imaginemos las consecuencias
necesariamente dramáticas que con seguridad resultarán de ella. Esa es una de las causas
1 Traité des maladies des femmes, París, 1886, p. 379.
2 Ibid., p. 380. Véase también S. ICARD, La femme pendant la période menstruelle, París, Alcan, 1890.
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de la histeria comúnmente alegadas. Ya precario en estado normal, el equilibrio se rompe
decididamente cuando, por una razón u otra, por una vía u otra (y la imaginación médica,
sobre esta cuestión, ha demostrado que no tiene límites), el funcionamiento del aparato
reproductivo se ve bloqueado, con todo lo que esto implica en cuanto a la movilización
de energías o a la acumulación de sustancias de alta eficacia. Los débiles poderes de
control de la persona no pueden más que ceder frente a esas fuerzas anárquicas que obran
en ella. Pero sean cuales sean sus causas, el ataque no hace más que develar, y amplificar,
actualizar paroxísticamente un desposeimiento siempre y en todos lados presente en el
cuerpo femenino en cuanto cuerpo atravesado por la fuerza reproductiva. Convulsiones,
parálisis, espasmos de todo tipo, todas sensaciones diversas de un cuerpo extraño interno:
son, tanto recordatorios de la diferencia del cuerpo, tanto signos, de lo global a lo local,
del más extremo al más benigno, de la deserción o de la simple extrañeza de las cuales es
capaz frente a la propiedad o voluntad de quien lo habita. Habría que demostrar que es a
ese mismo y único foco al que se refieren los síntomas tan profusos como
desconcertantes cuya recensión nos brindan los diversos autores. Es en relación con él
que cobran sentido y coherencia de conjunto. Inagotable y pobremente al mismo tiempo,
expresan el peligro inherente al destino femenino: la huida de la persona de la naturaleza
a la que está asociada.
Comprendemos por qué la mujer pudo ser por naturaleza una poseída. La histeria,
adelantaba yo someramente más arriba, sería, en suma, en comparación con la epilepsia,
la vertiente natural de la potencialidad convulsiva. De hecho, vemos claramente cómo
aquello que inclina constitutivamente la mujer hacia el desposeimiento corporal es
también aquello que la abre por naturaleza a la apropiación por las fuerzas sobrenaturales,
por el demonio. Poseída por las fuerzas de la vida, o poseída por el príncipe maléfico de
lo invisible, esto es equivalente o, al menos, lo es lógicamente. La mujer puede ser
poseída, especialmente, en la medida en que está hecha para el desposeimiento subjetivo.
Es demoníaca, porque es histérica.
Y no es que por eso sea absoluta e irreductiblemente específica. La histeria es a la
vez la matriz y la mujer. De acuerdo. Pero es mucho más aún. Es la expresión de una
verdad más general, simplemente patente en la mujer como reproductora, en lo que se
refiere a la relación de los seres dotados de invisible interioridad con su cue rpo visible:
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relación de problemática esencia, puesto que se ve constitutivamente acosada por una
secesión del cuerpo destructora del sujeto. De allí viene el permanente remordimiento de
la literatura: la histeria es femenina, pero siempre hay casos de histeria masculina. Raros,
nos apresuramos en agregar. Pero ¡cuán indispensables y elocuentes! Cosa que genera
también la necesidad de erigir un equivalente masculino, simétrico a la histeria: la
hipocondría. Eso no significa en absoluto que la hipocondría sea una enfermedad
exclusiva del sexo masculino. En principio, concierne a ambos sexos por igual.
Simplemente, el lugar que la histeria ocupa en las mujeres tiende más o menos a
dispensarlas de la hipocondría , con excepción, justamente, de aquellas poco “femeninas”,
ya sea debido a su edad o a su constitución. Lo que la hipocondría tiene en común con la
histeria es que también se trata de un desorden de la habitación del cuerpo, bajo la forma
de una ilusión del alma sobre el cuerpo. Pero aún más profundamente, lo que la
constituye como equivalente obligatorio y fundamental de la histeria es el hecho de ser un
desorden relacionado con la otra vida, si puede decirse —la vida que sobrevive en
oposición a la vida que da vida—, desorden que se encuentra del lado de las funciones de
la conservación y no del lado de las funciones de la reproducción. Lo que se expresa en
ella es lo no conocible o lo irrepresentable del cuerpo, fuente estructural de contingentes
errores en lo que a ella respecta, es lo inconciliable que resulta para el ser pensante la
máquina orgánica que lo soporta. Al cuerpo sustraído al poder subjetivo de la histérica,
corresponde el cuerpo impenetrable por la razón del hipocondríaco.
Dicho de otro modo, la histeria forma parte de un sistema de enfermedades. Se
relaciona al menos , y necesariamente, con la epilepsia y la hipocondría. En un extremo,
se encuentra el rapto convulsivo del cuerpo con pérdida de conocimiento. En el otro, el
sufrimiento y el lamento por tener que estar en un cuerpo que resulta impensable. Y entre
los dos se encuentra la histeria, que posee elementos de ambos. Tres rostros, de múltiples
entrecruzamientos , del cuerpo sustraído. Tres expresiones de la alteridad del cuerpo. Tal
será, hasta los años 1880, el sistema de las neurosis en su impecable lógica de mitología
de la encarnación.
Del cuerpo de la histérica al desdoblamiento de la personalidad
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Tal es el cuadro que va a dislocarse, entre 1880 y 1900, para volver a componerse
sobre una base totalmente distinta, con la histeria siempre como pivote, y que va a dar
nuestro cuadro actual de las neurosis. La histeria se vuelve otra cosa y, por ende,
abandona el elemento corporal que la asociaba a la epilepsia y a la hipocondría para
agruparse con desordenes de una nueva clase, emergentes, por otro lado, en el campo
clínico, y caracterizados por la división de la conciencia (obsesiones, inhibiciones,
impulsos).
De este modo, vemos cómo poco a poco va desapareciendo la hipocondría, que
permanecerá un síndrome sin una verdadera individualidad nosológica. Eso sucede en el
mismo momento en que la epilepsia, por su lado, se vuelve el objeto de una investigación
neurológica que tiende a individualizarla, en particular con la obra de J. H. Jackson, cuya
obra más importante, Étude sur les convulsions, data de 18701. Hasta tal punto que, hoy
en día, nos cuesta mucho comprender cómo pudieron asociarse cosas tan disímiles
durante tanto tiempo.
De hecho, al principio, la ambición de Charcot era, ni más ni menos, lograr para
la histeria lo que Jackson había comenzado a realizar con la epilepsia. Su gran problema
inicial fue el diagnóstico diferencial entre las dos enfermedades, con las fluctuaciones
que imponía el reconocimiento de una entidad mixta, la histeroepilepsia. De ese paralelo
inicial, de hecho, todavía mantenemos un resto con vida en la noción freudiana de zona
erógena. Sabemos que ésta tiene su origen en las zonas histerógenas de las que hablaba
Charcot2. Lo que es mucho menos sabido es que Charcot concibió esta noción
simétricamente a las zonas epileptógenas que Brown-Sequard había dejado
experimentalmente en evidencia en el cobayo3. Epileptógena , histerógena, erógena:
encontramos en esta cadena verbal la sustancia extraída del proceso que nos interesa.
1 A Study of Convulsions, in Selected Writings, Londres, vol. I, 1931. Acerca de la historia de la epilepsia,
ver Owsei TEMKIN, The Falling Sickness, Baltimore, Johns Hopkins U.P., 1971.
2 La noción de zona erógena aparece en la tesis de CHAMBARD, Du somnambulisme en général, París,
1881, pp. 55, 64 y las siguientes.
3 “Cuando la histérica no ha tenido ataques durante cierto tiempo, existen, en la superficie del cuerpo,
puntos de hiperestesia cuya excitación puede producir un ataque: se trata de puntos histerógenos análogos a
los puntos epileptógenos del cochinillo de la India de Brown-Sequard” (lección del 17 de noviembre de
1878, “Phénomènes divers de l’hystéro-épilepsie”, Gazette des hôpitaux, nº135, 21 de noviembre de 1878,
p. 1075).
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Puesto que así como la clínica de las enfermedades del sistema nervioso va a lograr
apropiarse de la epilepsia en una medida siempre más amplia, en lo que a la histeria se
refiere va a trabajar durante veinticinco años contra sí misma: va a trabajar para
demostrar científicamente, clínicament e, que la histeria no es de su incumbencia. Línea
divisoria que constituye el acto mismo de la fundación de nuestra idea moderna de
neurosis. La autocrítica neurológica, tal es el motor que constituye el fundamento de la
obra freudiana. En 1893, Freud escribe un artículo titulado: “Estudio comparativo de las
parálisis motrices orgánicas e histéricas”. He aquí la tésis: “[Por el contrario,] afirmo yo
que la lesión de las parálisis histéricas debe ser completamente independiente de la
anatomía del sistema nervioso, puesto que la histeria se comporta en sus parálisis y
demás manifestaciones como si la anatomía no existiese o como si no tuviese ningún
conocimiento de ella1.” Antes del descubrimient o positivo de fuera lo que fuese, era
necesario ese trabajo de lo negativo: fue la ciencia del cuerpo quien, a través de su
desarrollo exacto, descorporeizó la histeria, dejando en evidencia la anatomía imaginaria
que regía sus manifestaciones. La parálisis histérica, y es la neurología quien lo señala,
no obedece a las leyes objetivas de la fisiología nerviosa. Responde a un cuerpo
representado, a un cuerpo interiorizado, a un cuerpo subjetivo. Accedemos aquí al
fenómeno fundamental alrededor del cual ha girado la transformación de la histeria: una
subjetivación del cuerpo junto con la internalización de la experiencia del
desdoblamiento personal.
Es entre lo visible y lo invisible, entre nuestra parte subjetiva y nuestra parte
objetiva —la parte de uno sometida al orden natural— por donde pasaba la experiencia
de división, cuya más clara expresión era la explosión de la feminidad histérica. A partir
de ese momento, es en el orden de lo invisible, en el puro registro subjetivo, donde va a
producirse la escisión axial; y eso en la medida en que el cuerpo se encuentre como
absorbido en la esfera psíquica.
1 Archives de neurologie, vol. 26, 1893, nº 77, p. 39. Freud continúa: “La histeria ignora la distribución de
los nervios y, de este modo, no simula las parálisis periférico-espinales o de proyección. No conoce el
quiasma de los nervios ópticos, y, por tanto, no produce la hemianopsia. Toma los órganos en el sentido
vulgar, popular, del nombre que llevan: la pierna es la pierna hasta la inserción de la cadera, y el brazo es la
extremidad superior, tal y como se dibuja bajo los vestidos. No hay razón para unir a la parálisis del brazo
la parálisis del rostro. El histérico que no sabe hablar carece de motivo para olvidar la inteligencia del
lenguaje, puesto que la afasia motriz y la sordera verbal no poseen afinidad ninguna para la noción popular,
etc.”
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En 1878, Charcot introduce el hipnotismo como vector de un estudio
experimental de la histeria. A partir de ese momento, se produce una deriva a lo largo de
la cual el desdoblamiento de la personalidad va a imponerse como fenómeno cardinal,
revelando la clave de su verdadera naturaleza. No es que las manifestaciones corporales
—hemos hablado de las parálisis a propósito de Freud— desaparezcan en lo más mínimo
del cuadro, al contrario, pero se vuelven subordinadas a los fenómenos de disociación del
yo. La separación respecto de la voluntad del sujeto que viene a exhibirse en el cuerpo
del sujeto ya no es comprendida más que como algo que reenvía a una división en la
conciencia. En vez de una división entre cuerpo y conciencia, para decirlo rápidamente,
entre naturaleza y persona, encontramos , en la sustracción del cuerpo, el signo de una
división en la persona.
Esto se debe, una vez más, a un cambio mayor en el estatuto del cuerpo: su
apropiación subjetiva, el acontecimiento esencial para la formación de la idea
contemporánea del sujeto. La relación de alteridad ha mutado en relación de identidad. El
cuerpo-objeto se ha transformado en cuerpo-persona, cuerpo apropiado, completamente
integrado a la identidad individual, cuerpo psíquico. ¿Por qué? Consideramos que el
análisis de una mutación de ese orden no es una cuestión menor. Como máximo,
podemos indicar aquí, a título puramente programático, dos de las vías que nos parece
que hay que explotar prioritariamente: la primera, del ámbito de los conocimientos
científicos, la segunda, del ámbito de las representaciones sociales.
Es evidente, en primer lugar, que en semejante terreno no podríamos ignorar el
aporte de las ciencias biológicas y médicas y, en particular, el aporte de los avances
capitales de la neurofisiología. Ciertamente, no resulta exagerado decir que las
investigaciones del sistema nervioso central han generado, en la segunda mitad del siglo
XIX, una transformación radical de la imagen del hombre. Transformación no
necesariamente explicitada, pero activa de manera subyacente. Habría que tener, en todos
los casos, un idealismo particularmente simplista para ignorar el enorme impacto
antropológico que tuvo el desarrollo de los estudios sobre el cerebro. Pensemos
solamente, dentro de la perspectiva que nos interesa, en la unificación, a través del
sistema reflejo, del modelo de funcionamiento del eje cerebroespinal. Uno de los golpes
más duros, implícitamente, que podían darse a la representación adquirida de una
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exterioridad mutua entre el autómata corporal y la presencia pensante. De ahí resultará,
por cierto, una de las objeciones estratégicamente más determinantes, por más primario
que nos parezca hoy su lenguaje, a la visión clásica del sujeto consciente1. Pensemos,
también, en el mismo sentido, en la formación de nociones como la de cenestesia, en la
emergencia de la idea de una conciencia del cuerpo, en la progresiva reunificación de las
bases del intelecto y del afecto2. De esta manera se verifica, una vez más, el múltiple
arraigamiento de la ruptura antropológica sobre la cual vivimos en el seno de las ciencias
de la naturaleza3. La relación del hombre con su cuerpo fue también, y antes que nada,
replanteada en sus basamentos materiales y fisiológicos. Queda más claro por qué había
que haber recibido una sólida formación biológica y neurológica para ser Freud.
El segundo factor a tomar en cuenta es la transformación de la economía subjetiva
provocada por la expansión de una lógica social individualista. A través de diversos
signos, podemos considerar que los dos o tres últimos decenios del siglo XIX marcaron
una culminación y un vuelco en la renovación general de nuestras sociedades a través del
movimiento multisecular de la “igualdad de condiciones” y de la identidad de los seres,
ya sea en el plano de las instituciones, de la cultura o de las mentalidades. Sin ninguna
duda, este nuevo régimen de la posesión de uno mismo donde el cuerpo se ha vuelto
psíquico debe comprenderse como la faz interna de lo que desde afuera aprehendemos
como algo no significativo en la autosuficiencia de los individuos. Momento y proceso
con los que debemos relacionar, en particular, la gran crisis de la identidad femenina que
se manifestó en ese entonces, desde la obsesionante “cuestión de la mujer” plasmada en
la literatura de la época hasta el nuevo impulso tomado por el movimiento feminista. El
choque entre la imagen tradicional de aquella que no se pertenece, porque la vida
requiere de ella, y la visión emergente de la pertenencia íntima y subjetiva del cuerpo no
podía ser más que frontal. Era en la mujer, y con respecto a la mujer, que fatalmente
debía hacerse notar con mayor agudeza la contradicción de las épocas y los sistemas de la
1 Véas e Marcel GAUCHET, L’Inconscient cérébral, París, Éd. du Seuil, 1992.
2 Véase Jean STAROBINSKI, “Le concept de cénesthésie et les idées neuropsychologiques de Moritz
Schiff ”, Gesnerus, vol. 34, 1977, nº 1-2, pp. 2-20, y “Brève histoire de la conscience du corps”, Revue
française de psychanalyse, 1981, nº 2, pp. 261-279.
3 Ya tuve la oportunidad de destacarlo con respecto a la teoría de la evolución. Ver más arriba “Freud
revisitado o la cara oculta del inconsciente”, pp. 189 ss.
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persona. Tensiones que constituyen directamente el origen de la metamorfosis de la
histeria y que se reflejan en ella.
Puesto que la histérica, notablemente, en medio de todos esos avatares, sigue
siendo el cuerpo de la verdad, si puede decirse, o más bien el teatro de la verdad sobre el
cuerpo. Al cambiar, se mantiene: se vuelve aquella cuyo desorden devela la economía
subjetiva de la corporeidad, aquella cuyo cuerpo en retirada exhibe la fractura interna del
sujeto.
Un sorprendente texto de 1891 permite captar en estado puro la traslación de una
histeria a la otra. Se trata del artículo de un ginecólogo estadounidense, King, que tiene el
inapreciable interés de develar la continuidad entre el viejo desdoblamiento de origen
uterino y el nuevo rostro del desdoblamiento personal1. King, en efecto, quiere unir las
dos extremidades de la cadena. Cuando escribe respecto de la disociación de la
personalidad, quiere tener en cuenta y explicar los hechos desprendidos durante muchos
años. Pero quiere hacerlo, siempre, en términos de sexualidad femenina y en relación a la
función procreadora. Exigencias que , bien que mal, logra conciliar al “modernizar”, es
decir, cuán significativamente, al psicologizar la división vital que específicamente obra
en el seno de la economía femenina. Como dijo Michelet, en la mujer, persona, por un
lado, pero agente de la propagación de la especie, por el otro, existe una contradicción,
entre el yo reproductor y el yo autoconservador (allí, evidentemente, nos vemos tentados
a reconocer una prefiguración de lo que será en Freud la dualidad entre pulsiones
sexuales y pulsiones del yo). Y el conflicto irreducible entre esos dos yo sería la causa de
los ataques histéricos y, en particular, de los fenómenos de desdoblamiento de la
personalidad que observamos en dichos ataques. El fondo del ataque histérico sería la
victoria del yo reproductor por sobre el yo autoconservador. La ley de la especie estaría
desposeyendo a la mujer de su dimensión voluntaria y personal.
Especulación aberrante y plenamente gobernada, es necesario insistir después de
lo que hemos visto, por una lógica milenaria de la representación femenina , es más que
evidente. Y sin embargo, al mismo tiempo, es el discurso que más directamente nos
encamina en la vía de la transformación que la idea de sexualidad conocería con Freud en
los años inmediatamente posteriores. Podríamos decir que la internalización de la
1 “Hysteria”, The American Journal of Obstetrics, vol. 24, nº 5, mayo de 1891, p. 513-532.
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partición entre los fines del individuo y la ley de la especie , que comienza a esbozarse en
King, es desarrollada al extremo por Freud quien, por consiguiente, la “desfeminiza” al
generalizarla. Tal es, fundamentalmente, la operación que, habrá que mostrar —aquí tan
sólo podemos indicar una pista—, ha cambiado completamente la noción que podíamos
formarnos de la función sexual y que ha permitido develar su significación constitutiva
para el sujeto humano y su relación nativa con el inconsciente. En la base del
pensamiento freudiano del inconsciente encontramos , en efecto, la contradicción,
específicamente humana, entre la autonomía psíquica del individuo y la pertenencia
anónima a la especie. Contradicción que justamente se resuelve en el inconsciente por
medio de la renegación fundadora de todo lo que signa la inclusión biológica: el
nacimiento, el hecho de haber sido engendrado, la diferencia de los sexos, la muerte. El
inconscie nte es el principio de individualización que, a costa de un rechazo primordial de
la realidad, vuelve a cada sujeto capaz de ser un fin en sí mismo, y esto, al mismo tiempo,
contra la sexualidad (que objetivamente significa la intercambiable indiferencia de los
momentos individuales en lo que respecta a la continuidad de la vida) y a través de ella
(donde el placer es el elemento mismo sobre el cual se afirma el yo considerado como fin
en sí mismo). De este modo, la sexualidad se encuentra en el corazón de un conflicto en
sí mismo constitutivo de la psiquis humana. Brevísimas indicaciones destinadas
simplemente a mostrar cómo Freud se inscribe verdaderamente, por más revolucionaria
que haya sido su intervención, en la línea de una muy larga historia de la sexualidad de la
cual la histeria ha sido emblema, ejemplificación o “síntoma” por excelencia. Y esto
hasta en sus más destacables transformaciones: más allá de la literalidad de los textos o
del positivismo de las circunstancias, medimos las influencias que la experiencia y el
discurso histéricos podían vehicular, y hasta qué punto la metamorfosis de la sexualidad
que se representaba en ese fin del siglo XIX debió, inconscientemente, orientar a Freud.
*
La gran explosión del problema de la histeria en los años 1880 es, en el fondo, el
último episodio de una vieja historia y, a su vez, el primer episodio de una nueva historia.
La segmentación subjetiva sigue pasando por el cuerpo. Ya es, por ese entonces,
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disociación de la personalidad: hay dos yo, dice King. Sin embargo, sigue siendo
disociación entre naturaleza y persona, entre cuerpo y sujeto. Posteriormente, esa
segmentación se volverá puramente subjetiva, puramente interior, cada vez más
desprovista de una dimensión corporal. Como es sabido, poco a poco las histéricas fueron
dejando de convulsionar. Más aún, sus síntomas corporales cambiaron de sentido y de
alcance. Ya no es la exterioridad del cuerpo lo que deben manifestar. Al contrario, lo que
develan es su deliciosa pertenencia a la esfera psíquica, su valor cultural de signo, en el
lugar y espacio de su tamaño natural y material.
En lo que respecta a la mujer, de ahí en adelante y con el descubrimiento de
Pincus y la regulación artificial del ciclo de la fecundidad, hemos avanzado un paso más,
que concluye definitivamente una era de la historia. La píldora anticonceptiva es el fin, si
no de lo que hoy en día llamamos histeria, al menos de lo que durante más de dos mil
años ha sido catalogado bajo ese nombre. Esta vez, la mujer se vuelve instrumentalmente
dueña de su cuerpo para siempre. Ya no solamente la historia, la cultura, la evolución
social le devuelven la posesión de su cuerpo, inclusive en el poder de vida que contiene.
Sino que ella tiene el medio técnico de controlar y de manejar aquello que parecía
inmanejable por excelencia: la ley cíclica de su cuerpo (a partir de ese momento
comprendida, además, en términos de reloj interno, y ya no de ley cósmica del retorno de
los astros). Ya no hay espacio, en semejante mundo, para la huida exhibicionista del
cuerpo. La desposesión se vive en otro lado, bajo otra forma.
En lo que respecta a la histeria, subsiste, por el contrario, algo así como un teatro
del sexo: un teatro, más precisamente, de la incertidumbre en cuanto a la identidad
sexual. Ya que en el seno de ese cuerpo aprehendido, interiorizado, subjetivado queda al
descubierto otra fuente de discordia, como si tropezásemos con una imposibilidad de
figurarnos el sexo que lo define. En ese cuerpo que somos, algo continúa resultándonos
inapropiable: aquello que hace que seamos mujer o que seamos hombre, aquello que nos
hace sexuados. No hay paz alguna con la carne. Siempre presente y convertida en nuestra
alma misma, sigue atravesada por lo irreconciliable.



Residencia de Traducción: Traductorado de Francés.
Instituto de Enseñanza Superior en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”
Solicitante: Prof. Marcela Borinsky
Cátedra: Cátedra de Historia del Psicoanálisis, Facultad de Psicología, UBA
Residente: Julia Bucci.
Tutora de la residencia: Prof. Patricia Willson
Texto: Gladys Swain, « L’âme, la femme, le sexe et le corps », en Dialogue avec
l’insensé, París, Gallimard, 1994.

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